Señoras, señores, autoridades, vecinos y amigos. Me han concedido el honor de estar aquí hoy entre ustedes para cantar alabanzas y requiebros a este noble municipio cuyo apodo “Ciudad del Drago” es más que suficiente para entender el lugar privilegiado en el que nos encontramos. Palabras pocas bastan para hablar sobre ella y ya lo han hecho otros antes que yo y de muy buena manera. Por eso, en este acto que refleja el sentir de un pueblo que ama sus tradiciones y que celebra en sus fiestas de septiembre el amor a la cultura; unas fiestas que demuestran el deseo de un lugar y unas gentes por mantener vivas las costumbres y maneras que la distinguen y honran; unas fiestas donde la poesía es un referente que mantiene intacta la figura de un gran poeta, Emeterio Gutiérrez Albelo, cuyos pensamientos transmutados en poesía ilustran mejor que cualquier discurso lo que queremos hacer resaltar hoy y que no es otra cosa que el valor de las señales por medio de las cuales nos comunicamos, nos entendemos y nos hacemos mejores: las palabras. Mi deseo fundamental es hacer una loa a las palabras, señalarlas, reivindicar su valor y su existencia, y darles la importancia que merecen. Gracias pues a todos aquellos que aún hacen posible tal acontecimiento. No cabe más que alegrarnos por esa esperanza unánime de paz y de amor a la verdad.

He vivido entre renglones escritos por múltiples autores y palabras pronunciadas por gentes de distintas culturas y diferentes ramas del saber. Desde muy pequeña los libros fueron para mí un recipiente donde aprendí a beber y saciar mis primeras curiosidades. Ante los porqués de una niña salvaje, impertinente y curiosa hasta decir basta, las respuestas estaban en las hazañas del Cid Campeador, los viajes de Gulliver, Tristán e Isolda, Ivanhoe, Orlando furioso y otros muchos libros que presidían los estantes de mi habitación. Porque ya a los ocho años “Caperucita Roja” o “Hansel y Gretel” no calmaban mis ansias de saber. Siempre quería más. No me conformaba con ver las pinturas que colgaban de los pasillos de la casa. Perseguía a todo el mundo para que me explicaran los secretos que escondían las mujeres que se bañaban y jugaban desnudas en el agua y el caballero que las esperaba detrás de los árboles del cuadro enorme que presidía el salón; quería saber por qué apuñalaban al ciervo los hombres del tapiz que colgaba de las paredes del comedor; por qué sonreía de manera tan extraña aquel hombre de piel oscura inclinado sobre el cuello de una hermosa mujer de pelo rubio y ensortijado a punto de morir degollada sobre un lecho de sedas y almohadones que había visto en el Museo del Prado de Madrid o por qué dormía plácidamente aquella muchacha sobre un río de aguas verdes en las tapas de un libro que llevaba escrita una sola palabra, “Hamlet”.
Los libros me daban las respuestas. Las palabras encerradas en aquellos pliegos de papel eran las respuestas. Y así fue cómo aprendí de memoria poemas y párrafos enteros de libros que luego utilizaría para narrar, discutir, convencer, y, en resumen, sobrevivir en una sociedad donde el silencio era una obligación. “Tú calla y escucha”, “Tú escucha y aprende”, “Las niñas buenas no hablan en la mesa, ni opinan en la escuela, ni gritan en la calle…”. Pero aquella adolescente no atendía a razones. Escuchaba, sí, pero seguía preguntando. Las palabras llegaban a su vida, la protegían, la conducían y le daban razones suficientes para luchar y seguir adelante. Es por eso que aprendí a declararme independiente y libre como independientes y libres eran las palabras. Poder pronunciarlas, un derecho. Conservarlas, un deber. Poder utilizarlas y hacerme responsable de ellas, una cuestión de supervivencia.
Durante muchos años las palabras me han alimentado, me han ayudado a sobrevivir, a no rendirme, a seguir combatiendo y a creer en los demás seres que me rodeaban. Siempre lo digo y lo repito cada vez que puedo, que preferiría morirme antes de verme en un universo donde ellas no fueran posibles y en el que, si no tienes palabras que bauticen lo que te rodea, donde la realidad se borra lentamente al no poder designarle el nombre que necesita para bautizar los objetos que la conforman, te quedas deshabitada, sin comprender el porqué de las cosas que te envuelven, de las personas que existen a tu lado. Ese día en el que quiera encontrar las palabras y no pueda hallarlas, sentiré el abismo que se abre a mis pies. El mismo abismo que se abría ante mi padre pocos meses antes de morir cuando la demencia le devoraba los pensamientos. Un día me miró, se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo “Señora, tengo agua en la cabeza. La tengo llena de agua y de peces fríos”. Eso dijo mi padre. Y expresó con esa imagen desoladora todo el horror del vacío que le llenaba la cabeza tan repleta siempre de recuerdos, de imágenes, de sentimientos. África entera dentro de la cabeza de mi padre y todo se le borraba poco a poco. Ese día escribí un poema para dejar constancia del dolor que sentía.

“El exterminio” (Mar de amores 2002)

En la cabeza de mi padre entró el mar una tarde.
Tengo miedo me dijo
la cabeza se me llena de agua y me deslizo a solas,
como los peces, intentando recordar lo que fui.
Tarareaba el viejo una vieja canción
subido a la cubierta del viejo trasatlántico.
Tengo agua aquí dentro. Como medusas frías.
Repetía incansable mirándose al espejo.
El viejo agonizaba enredado a las nasas de una cama de hierro que iba, lentamente, hundiéndose en el agua.
Allí muerto o a punto de morir
paralizado el pulmón como las branquias,
los ojos acristalados y redondos
igual que los escualos que yo había visto de niña
boqueando en la playa,
recordé, de repente, sus palabras.
La Palma, 21 de diciembre de 1998

Porque las palabras nacen, crecen, se desarrollan y mueren si dejamos de pensarlas, decirlas o escribirlas. Frente a tal desventura, los libros y en ellos las palabras se convierten en algo eterno; algo que quedará aún después de haber desaparecido aquellos que las escribieron o las pronunciaron. No importa cuál sea la lengua o el pueblo encargado de conservarlas. Importa la vida que le dieron a cada una de ellas. Importa seguir manteniéndolas vivas, que sigan aleteando sobre nuestras cabezas; que nada ni nadie pueda robarnos esa herencia, su significado, el valor que poseen.
Las palabras existen por sí solas. Las hay certeras, libres, crueles, impertinentes. Hay palabras que dan aliento. Y hay palabras que pueden romperte el corazón. Las hay inútiles y las hay que sirven para determinadas empresas, para hacerte levantar el ánimo, para hacerte reír o para hacerte sentir la desesperación. Hay quien las usa para aplastarte con ellas y hay quien las usa para convencerte y hacerte mejor. Yo tengo palabras ordenadas en diferentes cajones. Guardadas como pequeños tesoros que a veces saco a relucir y las miro y las acaricio y les doy brillo. Y tengo otras que no quiero volver a escuchar o pronunciar. En ocasiones las saco a pasear o las dejo encerradas sin motivo alguno. Me desentiendo de ellas o las arrincono para siempre. Depende del estado de mi alma.
Hay un hermoso texto de Fernando León de Aranoa, que encabeza su libro Aquí yacen dragones donde nos recuerda la necesidad de cuidar las palabras ante sus enemigos y de no dejar morir nunca la posibilidad de comunicarnos con ellas. Epidemia se titula.

“Se decía en los cafés, en las plazas, en los mercados: las palabras están muriendo. Murió Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos importó, porque pocos la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al entierro de Pan acudieron millones en masa. Caían por docenas, contagiadas. Alarmadas, las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utilizar treinta al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon proscritos los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos. Los locuaces fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en vistas que nunca más volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y los mudos se erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en silencio. Se pusieron de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo todo con la mirada, los amantes, con las manos. Lingüistas, académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero serían escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a diario se ocupan. Y el lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en cementerios: morgues de papel alfabéticamente ordenadas, necrológicas encuadernadas de la A a la Z. En secreto, los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el momento exacto. También los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin ventanas, amontonaron trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba Mañana, estaba Mantel, estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre ellas con sus rifles, se aprestaron a defenderlas con la vida.”
Es cierto, desaparecen, pero morirse, no mueren. Alguna vez retornan y vuelven a ocupar el lugar que les corresponde. Mi esperanza está en su resurrección porque las palabras son del pueblo. Las lenguas las hablan los individuos de cualquier lugar del mundo y la vida de una lengua es la vida de quienes habitan esos lugares. Las palabras contienen la sabiduría y el poder del grupo que las usa. Percy Bysshe Shelley, el poeta romántico inglés, escribió que “Hay hechos que no tienen firma y sufrimientos que no tienen lengua”. Esa es la clave: llegar a entender que son las palabras las que rubrican acontecimientos, desventuras o alegrías y por esa razón deben ser utilizadas con el respeto que merecen y con ese respeto debemos considerar a quienes las utilizan y traspasan a otros seres humanos, a otras razas y a otras lenguas.
Hoy, en este encuentro, mi deseo es que sigan naciendo, creciendo y extendiéndose entre todos nosotros para ayudarnos a entendernos y no perder el amor que ellas puedan transmitirnos. El mismo amor que Emeterio Gutiérrez Albelo dejó en sus versos con los que quiero acabar para dejarles su voz y sus palabras como un reguero de esperanza. En el año 2005 edité El mar inverosímil, una antología poética con selección y prólogo de Andrés Sánchez Robayna. De esa antología he elegido el poema titulado “Buenas tardes otoño”.

Con él mi corazón agradecido.

Elsa López
24 de septiembre de 2023